Rastros en la memoria
Siento la brisa y respiro hondamente, el aire frío pasa por
mi nariz congelándome el pecho y me reprendo nuevamente por mi imprudencia, al
cerrar los ojos, veo la silueta de mi esposa y esa sonrisa tan acogedora que
poseía. De pronto, una oleada de tristeza se apodera de mí, abro los ojos lentamente
y con pavor miro a mi alrededor, todo es blanco, no hay más…
Ya casi no siento las piernas, hasta los brazos se me
durmieron, Intento moverme con toda la energía que me queda pero no logro
liberarme, cada vez hace más frío quiero escapar pero el cansancio de esta lucha desgarradora me vence.
En un pequeño intento por calmar mi mente, la veo nuevamente y esta vez me
abriga, siento su calor, aún percibo su
olor penetrando por mi garganta, todavía advierto su aliento tibio en mi
mejilla.
No logro soportarlo, trato de hacer otro esfuerzo pero mi
cuerpo ya no responde. Intento buscar una salida pero no la encuentro. La vista
se me nubla. Grito con toda mi fuerza. Es inútil. Por más ímpetu que ponga en
mis movimientos no logro salir. Ya ha pasado más de una hora. ¿O son dos? A
estas alturas de mi vida ya no sé nada. Repaso en mi mente uno a uno los
acontecimientos de mi pasado: Mi padre,
un ebrio; frustrado por una vida miserable y patética como siempre la llamó,
Recuerdo a mi madre con dificultad, pues me abandonó cuando apenas tenía ocho
años; Recuerdo a la tía Ana, un gorda mujer que siempre me daba de comer y olía
a naftalina. Recuerdo a Martín y su pelota firmada por algún futbolista famoso
con la que siempre presumía. Veo a la profesora Teresa y su extraño corte de
pelo del cual todos nos burlábamos.
A mi graduación papá no asistió; se lo llevaron ese día a la
comisaría por destrozar un bar que –según él– le vendió agua en vez de vodka.
Por último la veo a ella. Sus rizos negros deslizándose por
el cuello, la tez morena y tersa, aquellos ojos almendrados similares a los de
una gata y sus labios, ¡Oh sus labios! de esos que existen para hacer que
aquellos que los prueban se conviertan en adictos.
En este momento de flashback’s interminables,
algo existe que mi mente aún no comprende: la causa de por qué llegué aquí.
Siento un mareo aterrador, la cabeza me da vueltas y no
puedo reflexionar. Quiero frotarme los
ojos pero mis manos están atrapadas. Ya no siento nada.
Probablemente me
resigné, la angustia tiene un sabor amargo que me asquea el paladar. Tengo
náuseas, Volteando la cabeza lo más lejos de mi cuerpo, vomito toda la rabia,
todo mi pasado. Vomito el dolor y el mal pasar con toda la dignidad que me
queda. Después de todo, no hice más que
vomitarle al destino.
Ahora, con la cabeza más en calma y la pequeña fuerza que me
dejó la catarsis de este vómito, puedo continuar con la razón que me tiene
atrapado. Recuerdo perfectamente, fue un día martes, estaba nublado pero no
hacía frío. Yo había salido a trabajar como todos los días, sólo que ese día
iba preocupado. La noche anterior había discutido con mi esposa, ella estaba
molesta por mi relación con Fernanda- Una compañera de trabajo- . Mi esposa no
entendía que Fernanda no era más que un juego y que en realidad era sólo a ella
a quien amaba.
Aún escucho sus gritos decepcionados, Su llanto angustioso y quise calmarla, pero no lo conseguí. Así que no le tomé mucha importancia y
me fui a dormir bajo la destruida mirada de mi mujer.
Quizás si hubiera fingido un poco de mortificación no se
hubiera molestado tanto, quizás si hubiera pretendido arrepentimiento, quizás
si me hubiera disculpado, pero no lo hice, jamás lo hice, así que fui a mi
cuarto como si nada y cerré los ojos, a los pocos minutos sentí como ella se
acostaba a mi lado. Sonreí para mis adentros, había ganado de nuevo.
Pero algo ocurrió una cosa que jamás pensé que pasaría, un
detalle que se me escapó de las manos, algo
que no pude controlar, Esa misma madrugada, el calor intenso de un líquido
hirviente me despertó, Cuando abrí los ojos y fijé la vista en mi señora, la
observé, ella tenía los ojos abiertos, su pelo esparcido como siempre por la
almohada y los brazos, ya no eran los mismos, su cuerpo tampoco, estaba
completamente manchado de sangre. No
había nada que hacer, La besé por última vez, me vestí, y esperé a que llegara
la hora para irme a trabajar en aquel sillón donde tantas veces habíamos hecho
el amor, y con esos recuerdos, desayuné y
partí a la oficina.
Al llegar saludé a Fernanda con una sonrisa. Tenía esa blusa
azul que tanto me gustaba, con paso ágil, me apresuré a invitarla a mi casa
después del trabajo. Obviamente preguntó
por mi esposa. Y yo con rapidez le dije
que no estaba, que había ido a visitar a su madre, omitiendo claramente que mi
suegra murió seis años antes de cáncer. Fernanda aceptó radiante.
A eso de las seis partimos a la casa, En el camino
intenté explicarle la pelea que tuve con
mi esposa, nunca fui muy bueno explicando cosas, por ende ella no entendió,
pero entró de todas formas a la casa, luego le pedí que me acompañara a mi
habitación. Le tapé la vista antes de subir, fingiendo que era otro de tantos
juegos que compartíamos en algún motel de mala muerte.
Al abrir la puerta de la habitación, volví a ver el rostro
de mi mujer que seguía esperando una explicación. Miré sus ojos fijos y sonreí,
por fin le daría lo que quería.
Acerqué mi boca a la oreja de Fernanda y le pedí que me
hiciera un favor, que le explicara a mi esposa que lo nuestro era solo un
juego, que yo no la amaba. Ella de inmediato se alteró y se sacó la venda, pero
yo en un movimiento rápido le tapé la boca evitando que las vecinas ociosas de
sus teleseries de tarde, comenzaran a chismear y recogiendo el cuchillo que
había terminado con la vida de mi esposa amenacé rápidamente a Fernanda.
Ella lloraba mientras yo le suplicaba que le diera una
explicación a mi mujer, apreté el cuchillo con más fuerza a la altura de su
cuello, a medida que ella trataba de modular, algo que para mí sólo eran
balbuceos. Cuando por fin pudo decir una palabra coherente no era precisamente
una frase dirigida a mi esposa.
- ¿Por qué? –me preguntó mirándome con sus ojos hinchados
de desesperación y tristeza.
¿Por qué? Siempre me
había hecho esa pregunta. ¿Por qué mi madre se fue? ¿Por qué mi padre era
alcohólico? ¿Por qué nadie hacía nada cuando mi padre a punta de golpes me
quitaba todo dejo de curiosidad?
- ¿Por qué? –le repetí. Porque así es la vida –dije recordando que eso
fue lo que me dijo el curita de mi parroquia cada vez que le preguntaba por qué
a las cosas.
Durante toda mi vida
jamás tuve consuelo hasta que apareció mi esposa. Era periodista con sueños de
ser actriz. Nunca olvidaré el olor de su piel. Canela. Perfecta.
Por eso nunca entendí por qué se mató, ninguna de las novias
de mi papá se mataba por la otra y cuando se ponían histéricas él arreglaba
todo con garrotazos. Esa es la única verdad que conocí. Por cierto, nunca quise
pegarle a mi mujer, me tenía embelesado su belleza y una nariz destrozada nunca
ha sido un lindo espectáculo, jamás quise que se pareciera a las pobres almas
que tenía mi padre.
Fernanda era una de muchas. Mujeres todas buscando un poco
de amor sin consecuencias. Sin identidad.
Le pedí nuevamente
que me ayudara, pero Fernanda sólo trataba de soltarse. De cualquier forma todo
estaba perdido para los tres. Eso fue lo que le dije a Fernanda cuando
introduje el cuchillo en su garganta. Intentó responder. No entendí.
Cuando me llevaron detenido no me sentí mal. Cuando me
interrogaron por el crimen les conté mi verdad. Era lo único que podía contarles,
pues es lo único que me quedaba. Después
de un tiempo en la celda me trasladaron acá. No sé donde estoy. Hace tiempo que
no sé nada, hace tiempo que no me importa nada.
Sé que me han tratado de misógino, asesino, sicópata. Yo me considero compasivo. Me compadecí de Fernanda, de su vida, ya que habría
sido algo perverso dejarla con vida, una vida en la que sería maltratada,
juzgada, discriminada, Fernanda, la
amante, la otra, la débil, la promiscua, la destruye hogares, la intrusa, la
ninfómana, la malvada.
Cuando tomé la decisión de degollarla lo hice pensando en
ella. Solitaria, frágil, deseando ser amada, deseando calor aunque fuera un
espejismo. Le evité el camino. No fui misericordioso, es verdad, pero fui
compasivo y en mi compasión encontró su muerte, así como en mi indiferencia mi
esposa encontró la suya.
Ha llegado una enfermera. Su silueta se pierde entre tanta
blancura del lugar. Imagino que aquí
todo tiene que pasar desapercibido. Suavemente me coloca una inyección en el
cuello. Forma rara de inyectar a alguien. Poco a poco me relajo. Un pitito a lo
lejos como único sonido viene a mí. La cabeza me da vueltas. Un frío glaciar
nace en mis entrañas.
Luego nada. Mi esposa me abraza tratando de calmar el frío.
La veo hermosa. Me sonríe. Me perdona. Me consuela.

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